Por Xavier Massó
Admitamos de entrada, aunque sea mucho admitir, que hay algo que se denomina «inteligencia emocional», una facultad complementaria, suplementaria o incluso contrapuesta a la inteligencia cognitiva. Es decir, que no nos estamos refiriendo en un sentido distinto a la misma cosa, en los términos de Gottlob Frege, sino a otra.
Y admitámoslo, aunque la propia expresión que refiere a tal concepto suene a oxímoron, aunque no porque, digámoslo así, la inteligencia emocional sea «estúpida», porque, de haber tal facultad, su raíz debería ser forzosamente de cariz intelectivo y, por lo tanto, dependiente del intelecto, pues no otro podría el criterio desde el cual se aportara su conocimiento y eventual gestión. Es decir, de las cogniciones que nos aportan algún tipo de conocimiento sobre tales emociones y un criterio que, en consecuencia, nos permita vehicularlas y controlarlas, o sea, ejercer nuestra voluntad sobre ellas de acuerdo con nuestra libre decisión.
Porque la contraposición no parece que sea sino que sea entre libertad y compulsión, porque no hay autonomía sin libre decisión, por más determinantes que puedan ser las circunstancias bajo las cuales la adoptamos. Hablar de la libertad de las emociones —y de darles rienda suelta en todo caso— es en realidad lo mismo que considerar libres nuestras pulsiones, algo que dista mucho de ser así. No parece pues sino que el único conocimiento que podemos tener sobre nuestras emociones ha de ser necesariamente de naturaleza intelectiva; a menos, claro, que renunciemos a la posibilidad de una verdad objetiva, extrínseca a los estados de nuestro psiquismo interno, a nuestra subjetividad.
Lo escenificaremos a partir de dos películas: la primera, La caja de música, una ficción cinematográfica basada en hechos reales; la segunda, Excelentísimos cadáveres, lo es a su vez de la fabulación literaria de un relato breve de Leonardo Sciascia, El Contexto (1971). En ambos casos, con tramas y escenarios completamente distintos, los protagonistas se enfrentan al dilema entre lo que uno quiere creer, o se siente impelido, forzado u obligado a creer, y la evidencia de los hechos que se niega a aceptar o que se le fuerza a rechazar.
En La caja de música, Ann Talbot es una prestigiosa abogada norteamericana que defiende a su padre, un exitoso empresario de origen húngaro refugiado en los EE UU tras la II Guerra Mundial, acusado de crímenes de guerra al servicio de los nazis antes de haber recalado en América, huyendo del comunismo. Ann ha nacido en los Estados Unidos y solo sabe de la vida anterior de su padre lo que éste le ha contado, y lo cree a pies juntillas, convencido de su inocencia, negando la evidencia de las pruebas que van apareciendo a lo largo del proceso. El conflicto interior es desgarrador y acaba resolviéndose en una decisión consciente que sabe que la dejará marcada de por vida.
En Excelentísimos cadáveres el protagonista es un inspector de policía del que sólo sabemos que se llama Rogas. En un país imaginario muy parecido a la Italia de los años 60, políticamente convulsa y truculenta, se le encarga la investigación del asesinato de varios jueces, sobre los cuales la versión oficial es que se trata de atentados de un grupo terrorista. Pero Rogas dará en sus pesquisas con una verdad incómoda para la versión oficial, hasta que descubre que su verdadera misión no era otra que dar con las pruebas que confirmaran la verdad oficial. Rogas se ve entonces en el dilema de aceptar las presiones de sus superiores y evitarse problemas, o proseguir con su verdad y ponerse en peligro él mismo. Como Ann Talbot en el caso anterior, pagará también un alto precio por su decisión.
De ambos casos hablaremos en el I Encuentro Iberoamericano de Profesores de Humanidades, desde la perspectiva de la supuesta contraposición entre inteligencia emocional e inteligencia cognitiva, y de los riesgos «morales» que entraña.