Por Josep Otón
La célebre película El club de los poetas muertos comienza con la ceremonia de inicio del curso 1959-60. La trama transcurre durante el vuelco que representó para la sociedad occidental el cambio de década. Pero también deja entrever un punto de inflexión del sistema educativo, el origen de las sucesivas reformas que hemos padecido desde entonces.
El detonante de la reiterada aspiración renovadora del sistema escolar bien pudiera ser un acontecimiento muy alejado de las aulas. En 1957, los rusos pusieron en órbita el primer satélite artificial de la historia: el Sputnik. Esta noticia conmocionó a la opinión pública norteamericana, que se sintió amenazada. Durante la Guerra Fría, los Estados Unidos habían partido con ventaja gracias a la posesión de la bomba atómica. Sin embargo, la Unión Soviética no se quedó atrás: replicó la terrible arma nuclear y ahora les adelantaba en la carrera espacial. América perdía terreno.
El presidente de los Estados Unidos se apresuró a tomar decisiones de gran calado para hacer frente a esta emergencia. En 1958 promovió dos iniciativas legislativas que perseguían un mismo propósito. La primera supuso un hito en el avance tecnocientífico: la creación de la NASA, la agencia espacial. La segunda fue una iniciativa menos espectacular: el presidente convocó a un grupo de expertos en la Casa Blanca con la intención de impulsar una reforma del sistema educativo. Unos meses más tarde, fue aprobada la NDEA (National Defense Education Act) cuyo objetivo era implantar una enseñanza más práctica y tecnológica para dotar así al país de especialistas capaces de competir en la carrera del espacio.
La crisis del Sputnik es un ejemplo de cómo, a menudo, se instrumentaliza la educación para dar respuesta a una urgencia política. No siempre los cambios educativos se llevan a cabo en función de las carencias del propio sistema, detectadas y denunciadas por los profesionales del aula. Suele prevalecer la necesidad de titulares que hagan alarde de la eficaz gestión de los dirigentes políticos.
Hoy, podemos continuar malgastando recursos con sucesivas reformas educativas. Cuando salgan a la luz sus deficiencias, la responsabilidad recaerá de nuevo sobre los docentes, sin evaluar las incongruencias del método implementado ni las secuelas de las decisiones precipitadas.
Es evidente que los problemas sociales reclaman la implicación de la escuela. No hace falta convencer de ello ni a maestros ni a profesores. Pero la didáctica no es una varita mágica que pueda resolver por sí misma los desafíos de una sociedad cada vez más compleja. Para abordar cuestiones educativas, es imprescindible contar con el parecer de los profesionales de la enseñanza, los verdaderos expertos en el tema.
La trágica historia de El club de los poetas muertos es un réquiem por las humanidades. Afortunadamente, el avance tecnológico es imparable. Ahora bien, si no va acompañado de la profundidad del legado cultural, podemos propiciar una sociedad de aprendices de brujo; competentes en el manejo de los recursos tecnológicos, pero con dificultades para captar la profundidad de los entresijos de la condición humana. En aras de la empleabilidad y de la utilidad inmediata de lo aprendido en la escuela, podemos dar al traste con siglos de reflexión tildando de irrelevante o inútil aquello que nos hace más persona.
No en vano, la película de Peter Weir se hace eco de un poema atribuido a Walt Whitman: “No dejes de creer que las palabras y la poesía sí pueden cambiar el mundo… Aprende de quienes puedan enseñarte. Las experiencias de quienes nos precedieron, de nuestros ‘Poetas Muertos’, te ayudan a caminar por la vida”.